Mi nombre es Alberto y trabajo para la Fundación Ramón Rey Ardid. Esta ha puesto en marcha una iniciativa por la que posibilita a sus trabajadores solicitar un permiso remunerado por un tiempo, siempre que este sea utilizado para involucrarnos como voluntarios en proyectos de cooperación. Por ello organizaron junto con algunas organizaciones de cooperación con largo recorrido una presentación de proyectos y ahí es donde conocí Huauquipura.
En Huauquipura me he encontrado como en casa desde el primer momento. Comenté con ellos que estaba muy interesado en beneficiarme de esta posibilidad que se me daba desde mi trabajo y como me habían llamado la atención sus proyectos. Me invitaron a una formación para personas que ya habíamos participado en experiencias similares (en mi caso había tenido la oportunidad de formarme y trabajar en Perú a través de una beca) y en este tiempo aprendimos, reflexionamos y compartimos vivencias siempre guiados por personas con mucha experiencia y convicción. En base a mi curriculum y motivación me propusieron que pudiera apoyar a La Casa Amiga, un albergue para mujeres víctimas de violencia gestionado desde “La Fede” (Federación de mujeres de Sucumbíos) en Lago Agrio (Ecuador). Así que pasado un tiempo, reuniones, conversaciones y cierre de detalles marche para allí.
Lago Agrio, fundada en 1979, está en la selva ecuatoriana y allí conviven unas veces y comparten espacios otras, empresas petroleras, comunidades indígenas, refugiados desde Colombia y la primera generación de lagoagrenses.
La Federación de Mujeres de Sucumbíos fue mi casa desde que llegué, ya que me habilitaron un cuarto y comía con las mujeres, niñas y niños del albergue. A decir verdad, compartía mesa con ellas, con las mujeres que trabajaban allí, con niños que acudían a la ludoteca y con todo el que pasara y no hubiera almorzado.
La Casa Amiga se llama el albergue para mujeres víctimas de violencia que gestiona la Fede, donde reciben atención legal, psicológica y social; un lugar donde tomar impulso para seguir adelante. Allí pasé a ocuparme de la ludoteca el Limonero, en honor al árbol que hubo antes que esta ludoteca. Allí me bautizaron como “el profesor”, ya que por las mañanas me dedicaba a apoyar a los niños de la casa que habían tenido que abandonar su hogar y no se habían podido incorporar todavía a la escuela en este nuevo sitio. Por las tardes hacía lo que podía con lo que algunos días llegaron a ser 20 niños y niñas entre cuatro y once años.
Reconozco que el comienzo no fue fácil, sobre todo con los niños y niñas del albergue, ya que debido a sus vivencias no todos comprendían que un hombre estuviera allí aunque poco a poco fuimos construyendo una relación de respeto, cariño y cercanía. Recuerdo especialmente las actividades que realizaba con las mujeres y niños de la Fede fuera del albergue. Fuimos en una ocasión a disfrutar de una obra de teatro, a realizar baile terapia en el parque y sobretodo algunas tardes en las que íbamos a bañarnos en el Río Aguarico, del que dicen que si te bañas en sus aguas volverás a Lago, así que me aseguré de darme más de un baño allí.
Me resulta difícil hablar en genérico cuando me refiero a las profesionales que trabajan en la Fede, a las mujeres que se alojaban en el albergue y las niñas y niños que acudían allí, ya que en todo momento vienen sus nombres y rostros a la cabeza.
Quiero dar las gracias a todas las personas que desde aquí hicieron posible mi participación en este proyecto y especialmente a las mujeres que me recibieron allí como a una más, de las que aprendí mucho a través de su ejemplo de compromiso, lucha, voluntad e independencia.
Ojala podamos encontrarnos de nuevo.