Reme Cortés

Reme Cortés

    Hace mucho tiempo que decidí que quería tener una experiencia de voluntariado de larga duración en un país en vías de desarrollo. En principio el país me daba absolutamente igual, lo importante era encontrar un proyecto que llenase mis expectativas y cuando conocí el Centro de Educación Nuestra Señora del Carmen (CEENCAR) lo tuve clarísimo, allí era dónde yo quería trabajar.

    Por fin, después de varios años posponiendo mi viaje, conseguí ponerme rumbo a mi destino y, antes de darme cuenta, estaba en Ricaurte (Los Ríos, Ecuador) y ¡era para un año!. Los primeros días me sentía como un bebé, no entendía a la gente cuando hablaba, necesitaba preguntarlo todo y ayuda para lo más nimio. Pese a ya tener alguna experiencia en países del sur, aquello no resultaba fácil. Cada lugar que se visita es tan diferente… cada experiencia tiene que ver con las vivencias que una lleva acumuladas, con su situación personal, emocional, etc. y con todo lo que el entorno te ofrece.

    Los primeros días en la escuela sobre todo me llamó la atención lo bonita que es (sobre todo comparada con el resto de las infraestructuras), lo bien equipada que está y la unidad del equipo de profesionales que la conforman. Me pareció, desde el primer momento, que todas trabajaban a una, que se comprendían, que se conocían, que formaban un grupo unido y compacto. ¡Y ahí estaba yo! La nueva, la española, la que no se sabe ni para qué ha venido.

    Y es que, al principio, ni siquiera yo sabía qué hacía allí. Los primeros meses los recuerdo en un mar de emociones, de cosas nuevas, ojos como platos todo el día y objetivos confusos. Conocer y tratar a los niños, como siempre en mi vida, me producía ese placer y bienestar que hace que mi vocación tenga sentido, pero me parecía notar un poco de reticencia en las maestras (que llevan muchos años haciendo su trabajo y muy bien, por cierto) ante mi presencia y me reprochaba constantemente mi falta de experiencia para poner en práctica todo lo que yo creía (y creo) que podía hacer. Además, llegué a la conclusión de que un registro de voz de los ecuatorianos mi oído no lo registraba y me perdía conversaciones enteras para despertarme cuando escuchaba mi nombre, sobresaltada.

    Desde la dirección de la escuela se me dejó bastante libertad para encontrar mi sitio, en el que pudiera estar y trabajar a gusto y desde el primer día hasta el último agradecí con toda mi alma eso, porque me costó encontrarlo, pero ¡lo encontré!, aunque ni siquiera recuerdo el momento. Una vez más, acabé con los adolescentes (está claro, es mi sino) y apoyando a la profesora del Taller Ocupacional, que por ser nueva en la escuela y sentirse quizá todavía un poco perdida en el trabajo aceptó mi compañía y mi apoyo y juntas, codo con codo, aprendimos a trabajar con los chicos. Ella por saber poco o nada de educación especial, yo por saber poco o nada de Ecuador y su cultura.

    Poco a poco iba encajando en la escuela, sentía cada vez más el cariño y el apoyo de las personas que en ella se desenvuelven y me iba sintiendo una más. Sin embargo, en lo personal la cosa no resultaba fácil. Cuando los niños se iban a sus casas, cuando se acababa la jornada, cuando el silencio retornaba a mi vida retornaban también las dudas, la soledad, la añoranza de personas y lugares queridos…

    Ricaurte es un sitio pequeño, conservador y en el que es difícil hacerse hueco, más yo, con mis “pintas” de española, con mis ropas anchas y de colores, con mis tatuajes, mis aretes y mis cabellos al viento…

    Y así fueron pasando los meses, encantada de mi trabajo, disfrutando de los niños, en una constante preocupación por su situación familiar, por sus enfermedades, sus carencias, sus tristezas, sus formas de vida… Preocupación que me llenaba, preocupación que me hacía sentirme viva y que me enseñó, de forma muy gráfica, otro modo de vivir preocupándose más por el bienestar del otro y menos por el propio.

    Aprendí también a disfrutar de mi soledad, a reflexionar sobre el día a día, a darme unos minutos para mi misma (sin la angustia del “tengo que hacer…”), a ver las cosas de un modo completamente distinto al que hasta ese momento había sido para mi el normal. Aprendí que no por no entenderlas, las cosas dejan de tener su lógica, que cualquier momento y lugar tiene su encanto y que de todo, al final, se puede llegar a aprender y disfrutar.

    Mi vida social, evidentemente, fue mejorando y aunque creo que se necesita mucho más tiempo todavía para formar parte completa del sistema social del pueblo, me fui enseñando a sus costumbres, a la forma de vivir, de divertirse, de trabajar… de vivir al fin y al cabo. Hay cosas a las que una nunca se acostumbra, cosas que no gustan o que jamás se adecuarán a mi forma de pensar, pero se aprende a convivir, a tolerar y sobre todo a respetar.

    Y cuando me quise dar cuenta, ¡estaba de vuelta! Allá dejé lo que para mí siempre es lo más importante: los niños, uno de ellos en particular que se grabó a fuego en mi corazón; dejé también una forma de vivir que cada día me gustaba más (pese a que hasta el último día seguí extrañando personas y lugares) y dejé un proyecto, un sueño por cumplir que espero que cualquier día de estos me lleve de nuevo a mi querido Ecuador.

    Ahora solo puedo estar agradecida por esta experiencia, a las personas que me acompañaron y me apoyaron (allá, pero también desde aquí) y constantemente me pregunto cuando será el regreso.

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